dilluns, 30 d’octubre del 2017

Malos tiempos para la lírica 
Amb aquest relat vaig participar al concurs Bruma Negra de Bilbao la passada primavera. És el meu primer text publicat en castellà. Espero que us agradi. 
Malos tiempos para la lírica

- ¡Alto a la guardia civil! ¡Alto o disparo! ¡PUM!
El sonido seco de la descarga quebró la tranquilidad de la noche. El aleteo atolondrado de los pájaros asustados y el relincho de la caballería apagó un gemido. 
Los dos guardias civiles salieron de su escondrijo entre la maleza y se adentraron trotando en la trocha, siguiendo la dirección por donde había huido el sospechoso con los máuseres prevenidos. El joven estaba hecho un manojo de nervios porqué era su primera misión en el monte, y el veterano, inquieto porqué imaginaba lo que iban a encontrar. A pocos metros de distancia hallaron una mula parada y, junto a ella, un bulto grande que asemejaba a una persona. El cabo se agachó y ordenó a su subalterno que lo iluminara con la linterna. 
-¡Ostia Cabo! ¡Es Don Luís, el maestro! –Exclamó el guardia-. ¿Usted sabía que colaboraba con los maquis? 
-No, Bonilla. Pero en estos tiempos tan difíciles, la necesidad de salir adelante impulsa a cualquiera, incluso a nosotros, a hacer cosas impensables– respondió apesadumbrado el Cabo mientras cerraba los ojos del muerto–. Carguémosle en la mula y regresemos al pueblo, que tendremos que dar muchas explicaciones. Muchas.
Una vez envuelto el cadáver en una manta y cargado a lomos del animal, los guardias encendieron unos cigarrillos e iniciaron el descenso hasta el valle a paso cansino. Hicieron el trayecto en silencio. Gregorio Bonilla porqué todavía no había digerido todo lo ocurrido aquella noche y no era capaz de verbalizarlo. Ernesto Osuna porqué el negro peso de la culpa le había atenazado el alma y la garganta. Empezaba a ser consciente de lo que significaba aquel disparo suyo, tan certero. No era la primera vez que mataba. Durante la Guerra ya lo había hecho y también cuando estuvo en el Maestrazgo luchando contra los Maquis, después de la contienda. Pero nunca había querido llevar esa macabra cuenta. Su mente usaba la coartada del cumplimiento del deber o argumentaba que se trataba de enemigos de la Patria, para escabullirse de una carga tan penosa. Aunque ahora esa estrategia no le servía. Luís era el primer y único amigo que había tenido desde que llegó destinado a Villafranca de los Torreznos hacia casi tres años para imponer la ley y el orden de los vencedores.    
“¿Cómo coño hemos llegado hasta aquí, Luís? No me has dejado otra salida, ostia.” se repetía para sus adentros una y otra vez el Cabo Osuna mientras miraba sin ver como las primeras luces del alba asomaban perezosamente entre las cumbres, anunciando una radiante e inusual mañana de octubre. Los recuerdos se agolpaban en su mente desordenadamente, lastimándole. Se veía a sí mismo riendo, bebiendo, cantando y tocando la guitarra con Luís en la tasca de la Malaspulgas; o juntos ayudando a parir a la yegua de tío Colás aquel día que la riada se llevó por delante el puente de San Cristóbal y no pudo subir Don Cosme, el veterinario; o cuando Doña Adelina, la esposa del alcalde, les invitaba a merendar sus insufribles tartas y escondían los pedazos en rincones inverosímiles del salón para simular que se las comían. Pero, sobre todo, recordaba las horas que pasaban hablando de libros, especialmente de poesía. De García Lorca, de Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández. Eran autores rojos, por eso los leían en la intimidad. Con la poesía, Luís le había abierto a Ernesto un mundo de emociones enorme, que un poco instruido guardia de pueblo ignoraba que pudiese existir. Ernesto se moría por escuchar al maestro declamar aquellos versos con su voz de barítono que desbordaba pasión a cada sílaba. Las tardes de verano, se iban a bañar a las Pozas de Los Frailes i mientras se secaban al sol Luís recitaba fragmentos como: «La aurora nos unió en la cama, / las bocas puestas sobre el chorro helado / de una sangre sin fin que se derrama». O «Tú nunca entenderás lo que te quiero / porque duermes en mí y estás dormido / yo te oculto llorando, perseguido / por una voz de penetrante acero».
A los dos jóvenes se les acababa encendiendo el alma, pero a Ernesto también la carne.
Todo empezó a cambiar un día de mayo en el que llego a Villafranca Carmina, una sobrina de Don Amadeo, el alcalde. Venía de la capital buscando los aires de la montaña para recuperarse de una tuberculosis. Como estaba soltera, a Doña Adelina le faltó tiempo para presentarle a los jóvenes del pueblo que, según ella, podían ser un buen partido para la recién llegada: el maestro y el cabo de la Guardia Civil.
Con la ayuda de Ernesto y Luís, a Carmina le costó poco integrase en la exigua y endogámica vida social y cultural de Villafranca y de todo el Valle del Margenal.  Ella huía siempre que podía de las meriendas de señoras, de las colectas del Auxilio Social y de los rosarios por la conversión de Rusia que organizaba su tía, para colarse en las tertulias literarias de ellos dos. Y las enriqueció aportando a sus admirados Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Además, añadió el piano a la guitarra de Ernesto, cosa que amplió el repertorio musical de los saraos. Pero también los trasladó de la tasca hasta el salón de casa del alcalde. Los tres hacían muy buenas migas.
Un día Luís le pidió a Carmina que le echara una mano con el coro de la escuela. Después, que colaborara en la celebración del Primero de Mayo pintando los decorados. Más tarde, si podía dar alguna que otra clase de francés a jovencitas del pueblo. Ernesto se daba cuenta que el maestro ya no tenía con él la misma relación que antes. Veía que Luís estaba cada día más pendiente de Carmina, y que esta le daba juego. Él se sentía arrinconado. Y cuando le proponía hacer alguna actividad ellos dos solos, como hacían antes, el maestro o bien declinaba la invitación, o bien intentaba que Carmina también estuviera presente. El Cabo encajaba la situación con deportividad, pero cada día le costaba un poquito más. Su animadversión hacia la chica fue creciendo en su corazón, al mismo tiempo que su afecto hacia Luís se agriaba.
Con la llegada del verano se incrementaron las incursiones de los Maquis en la comarca y la actividad de los contrabandistas también creció. Perseguir a unos y a otros mantuvo a Ernesto alejado del pueblo muchas semanas. Y la noticia de la futura boda de Luís y Carmina lo pilló con la guardia baja.
-Nos gustaría que fueses nuestro padrino de bodas, Ernesto -le propuso Luís–. Eres nuestro mejor amigo.
-Sabes de sobra que no puedo negarme –Respondió Ernesto-. Pero si soy tu mejor amigo, tengo la obligación de advertirte que te estás precipitando.
-¿Y se puede saber por qué?
-Porqué os conocéis de hace muy poco y tú apenas sabes nada de ella. No conoces qué era de su vida antes de llegar al pueblo, ni quiénes son sus padres. ¿Te has dado cuenta de que nunca habla de ellos? Puedes llevarte alguna sorpresa. Además, está el tema de su salud. ¿Quién te asegura que ya está curada? O si resistirá un embarazo. Conoces de sobra las secuelas de la tuberculosis.
-Nos queremos. Estamos hechos el uno para el otro. Tenemos la bendición de sus tíos, y a mí me darán la plaza en propiedad el curso que viene. El sueldo no es para tirar cohetes, pero con la casa y las rentas que me dejaron mis padres nos arreglaremos.
-Es tu primera novia y te ha cazado como a un pipiolo con esos ojos verdes, sus lánguidos modales de ciudad y esa voz aterciopelada, que me da a mí que no es sincera.
-¡Basta ya, Ernesto! Si no te conociera diría que estás celoso. No te lo voy a tener en cuenta porqué llevas unos meses de mucha tensión y sé que no lo dices con el corazón.
-Desde que ella llegó aquí, se ha interpuesto entre nosotros y nos ha distanciado. Ya no quieres hacer nada conmigo, ni me cuentas tus confidencias.
-La decisión está tomada y nos casamos el domingo después del Pilar.
-¿Qué te cuesta esperar un año? Un invierno aquí arriba no lo soporta todo el mundo. Y cuando tengas la plaza fija, podrás tomar la decisión con más objetividad.
-Deja de decir bobadas y decídete. Si no quieres ser mi padrino, dímelo ya para que pueda buscarme otro.
-Claro que quiero, pero insisto que tomas una decisión precipitada.
Aquella abrupta conversación distanció todavía más a los dos amigos, que se evitaron las semanas siguientes. Uno se enfrascó en los preparativos del casamiento y el otro en restablecer la paz en el valle.
Con las primeras lluvias de otoño, Carmina enfermó. Parecía un simple catarro, pero después de varios días de fiebre alta y una tos persistente, llamaron al médico. Don Sebastián la examinó a fondo.
-Tengo malas noticias. Es difteria– concluyó el galeno, dejando sin habla a Luís y a los tíos de Carmina-. Con un tratamiento de penicilina se curaría, pero es casi imposible de conseguir por culpa del bloqueo internacional. Quizás en Madrid podamos encontrar alguna dosis; y si no, habrá que ir a Francia a buscarla.
Presa de la desesperación, Luís salió en busca de Ernesto y le contó lo sucedido con voz entrecortada; al terminar no pudo contener los sollozos.
-¿Y por qué no dejas que Don Amadeo pida la medicina a Madrid?
-Por qué no llegaría a tiempo. Según el médico tenemos 36 horas de plazo. Sólo me queda ir a por ella a Francia o encontrar a alguien para que lo haga por mí.  Y yo no puedo dejar sola la escuela y tampoco conozco a nadie que puede hacerme este trabajo.
-Yo juraré que no te lo he dicho, pero si haces algún comentario discreto en el estanco, encontrarás quien lo haga.
El maestro siguió los consejos de su amigo aquella misma tarde y regresó al lado de Carmina con la esperanza de conseguir penicilina a tiempo para salvar a su prometida.
Una mujer se acercó discretamente a Luís a la mañana siguiente, mientras los alumnos llegaban soñolientos a la escuela. Con disimulo, le pasó una nota manuscrita y se fue sin mediar palabra. “Al mediodía en la era del Pellejo”. A la hora del patio Luís fue a la cita con el corazón en un puño. Al llegar a la era encontró a un hombre enjuto, de rostro afilado y de mirada desconfiada, fumando sentado en una piedra.
-En la Borda del Prado Alto encontrará a quien tiene lo que usted busca– le comentó aquel individuo-. Espere junto a la fuente del Fresno a media noche y allí alguien le guiará hasta arriba. Tiene dos horas de marcha desde el pueblo y, como habrá Luna, no tiene pérdida. Y suba con su mula, que servirá de moneda de cambio. Sobre todo, maestro, procure que no le sigan.
Al salir de clase Luís fue directamente a contarle lo sucedido a Ernesto, que le aconsejó el itinerario que debía seguir para llegar a la fuente evitando las patrullas.
Justo después de caer la noche sobre el Valle, el maestro y su mula se encaminaron a la cita. No había advertido a nadie de su peligrosa excursión.
Luís caminó con determinación y sin descanso hasta que llegó a la fuente del Fresno. Todavía no era medianoche. Bebió un buen trago de agua fresca y se sentó en el banco de piedra. Estaba exhausto pero contento porque la cosa iba como había previsto y pronto tendría la medicina que salvaría la vida de su amada. Se dispuso a esperar y distrajo su mente pensado en hacer una excursión hasta allí con los mayores de la escuela.
Ensimismado como estaba, el maestro no se percató de la presencia de dos figuras agazapadas entre la maleza a unos cincuenta metros de la fuente. Era Ernesto acompañado de otro guardia civil, que “oficialmente” habían salido a cazar contrabandistas.  Cuando el cabo distinguió a su amigo allí sentado, se sintió aliviado porque este había seguido sus consejos a pies juntillas. “Ya te tengo donde te quería, Luís” pensó.
-Bonilla, a mi orden tú le tiras una china a la mula para que se encabrite y yo me encargo del fulano– le susurró el cabo a su subalterno- Y sin hacer apenas ruido armó su máuser. Luego le hizo señas a su compañero para que se preparase. La noche era clara, tranquila y no especialmente fría. El olor a tierra mojada, a madera húmeda y a flor de madroño perfumaban el aire.
Ernesto respiró profundamente un par de veces para templar los nervios y dijo “Ahora” mientras se levantaba encarándose el fusil. Todo fue muy deprisa. La piedra de Bonilla voló hasta las ancas de la mula que se asustó y echo a correr. El maestro, sobresaltado, fue tras ella. “Si no eres para mí, no serás para nadie” dijo para sí el cabo, que apuntó y gritó:
-¡Alto a la Guardia Civil! ¡Alto o disparo! ¡Pum! 
FIN