Malos tiempos para la lírica
Amb aquest relat vaig participar al concurs Bruma Negra de Bilbao la passada primavera. És el meu primer text publicat en castellà. Espero que us agradi.
- ¡Alto a la guardia civil! ¡Alto o disparo! ¡PUM!
El sonido seco de la descarga quebró la tranquilidad
de la noche. El aleteo atolondrado de los pájaros asustados y el relincho de la
caballería apagó un gemido.
Los dos guardias civiles salieron de su escondrijo
entre la maleza y se adentraron trotando en la trocha, siguiendo la dirección
por donde había huido el sospechoso con los máuseres prevenidos. El joven
estaba hecho un manojo de nervios porqué era su primera misión en el monte, y
el veterano, inquieto porqué imaginaba lo que iban a encontrar. A pocos metros
de distancia hallaron una mula parada y, junto a ella, un bulto grande que
asemejaba a una persona. El cabo se agachó y ordenó a su subalterno que lo iluminara
con la linterna.
-¡Ostia Cabo! ¡Es Don Luís, el maestro! –Exclamó el
guardia-. ¿Usted sabía que colaboraba con los maquis?
-No, Bonilla. Pero en estos tiempos tan difíciles, la
necesidad de salir adelante impulsa a cualquiera, incluso a nosotros, a hacer
cosas impensables– respondió apesadumbrado el Cabo mientras cerraba los ojos
del muerto–. Carguémosle en la mula y regresemos al pueblo, que tendremos que
dar muchas explicaciones. Muchas.
Una vez envuelto el cadáver en una manta y cargado a
lomos del animal, los guardias encendieron unos cigarrillos e iniciaron el
descenso hasta el valle a paso cansino. Hicieron el trayecto en silencio.
Gregorio Bonilla porqué todavía no había digerido todo lo ocurrido aquella
noche y no era capaz de verbalizarlo. Ernesto Osuna porqué el negro peso de la
culpa le había atenazado el alma y la garganta. Empezaba a ser consciente de lo
que significaba aquel disparo suyo, tan certero. No era la primera vez que
mataba. Durante la Guerra ya lo había hecho y también cuando estuvo en el
Maestrazgo luchando contra los Maquis, después de la contienda. Pero nunca
había querido llevar esa macabra cuenta. Su mente usaba la coartada del
cumplimiento del deber o argumentaba que se trataba de enemigos de la Patria,
para escabullirse de una carga tan penosa. Aunque ahora esa estrategia no le
servía. Luís era el primer y único amigo que había tenido desde que llegó
destinado a Villafranca de los Torreznos hacia casi tres años para imponer la
ley y el orden de los vencedores.
“¿Cómo coño hemos llegado hasta aquí, Luís? No me has
dejado otra salida, ostia.” se repetía para sus adentros una y otra vez el Cabo
Osuna mientras miraba sin ver como las primeras luces del alba asomaban
perezosamente entre las cumbres, anunciando una radiante e inusual mañana de
octubre. Los recuerdos se agolpaban en su mente desordenadamente, lastimándole.
Se veía a sí mismo riendo, bebiendo, cantando y tocando la guitarra con Luís en
la tasca de la Malaspulgas; o juntos
ayudando a parir a la yegua de tío Colás aquel día que la riada se llevó por
delante el puente de San Cristóbal y no pudo subir Don Cosme, el veterinario; o
cuando Doña Adelina, la esposa del alcalde, les invitaba a merendar sus
insufribles tartas y escondían los pedazos en rincones inverosímiles del salón
para simular que se las comían. Pero, sobre todo, recordaba las horas que
pasaban hablando de libros, especialmente de poesía. De García Lorca, de
Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández. Eran autores rojos, por eso los leían
en la intimidad. Con la poesía, Luís le había abierto a Ernesto un mundo de
emociones enorme, que un poco instruido guardia de pueblo ignoraba que pudiese
existir. Ernesto se moría por escuchar al maestro declamar aquellos versos con
su voz de barítono que desbordaba pasión a cada sílaba. Las tardes de verano,
se iban a bañar a las Pozas de Los Frailes i mientras se secaban al sol Luís
recitaba fragmentos como: «La aurora nos
unió en la cama, / las bocas puestas sobre el chorro helado / de una sangre sin
fin que se derrama». O «Tú nunca
entenderás lo que te quiero / porque duermes en mí y estás dormido / yo te
oculto llorando, perseguido / por una voz de penetrante acero».
A los dos jóvenes se les acababa encendiendo el alma,
pero a Ernesto también la carne.
Todo empezó a cambiar un día de mayo en el que llego a
Villafranca Carmina, una sobrina de Don Amadeo, el alcalde. Venía de la capital
buscando los aires de la montaña para recuperarse de una tuberculosis. Como
estaba soltera, a Doña Adelina le faltó tiempo para presentarle a los jóvenes
del pueblo que, según ella, podían ser un buen partido para la recién llegada:
el maestro y el cabo de la Guardia Civil.
Con la ayuda de Ernesto y Luís, a Carmina le costó
poco integrase en la exigua y endogámica vida social y cultural de Villafranca
y de todo el Valle del Margenal. Ella
huía siempre que podía de las meriendas de señoras, de las colectas del Auxilio
Social y de los rosarios por la conversión de Rusia que organizaba su tía, para
colarse en las tertulias literarias de ellos dos. Y las enriqueció aportando a
sus admirados Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. Además, añadió el piano a
la guitarra de Ernesto, cosa que amplió el repertorio musical de los saraos.
Pero también los trasladó de la tasca hasta el salón de casa del alcalde. Los
tres hacían muy buenas migas.
Un día Luís le pidió a Carmina que le echara una mano
con el coro de la escuela. Después, que colaborara en la celebración del
Primero de Mayo pintando los decorados. Más tarde, si podía dar alguna que otra
clase de francés a jovencitas del pueblo. Ernesto se daba cuenta que el maestro
ya no tenía con él la misma relación que antes. Veía que Luís estaba cada día
más pendiente de Carmina, y que esta le daba juego. Él se sentía arrinconado. Y
cuando le proponía hacer alguna actividad ellos dos solos, como hacían antes,
el maestro o bien declinaba la invitación, o bien intentaba que Carmina también
estuviera presente. El Cabo encajaba la situación con deportividad, pero cada
día le costaba un poquito más. Su animadversión hacia la chica fue creciendo en
su corazón, al mismo tiempo que su afecto hacia Luís se agriaba.
Con la llegada del verano se incrementaron las
incursiones de los Maquis en la comarca y la actividad de los contrabandistas
también creció. Perseguir a unos y a otros mantuvo a Ernesto alejado del pueblo
muchas semanas. Y la noticia de la futura boda de Luís y Carmina lo pilló con
la guardia baja.
-Nos gustaría que fueses nuestro padrino de bodas,
Ernesto -le propuso Luís–. Eres nuestro mejor amigo.
-Sabes de sobra que no puedo negarme –Respondió
Ernesto-. Pero si soy tu mejor amigo, tengo la obligación de advertirte que te
estás precipitando.
-¿Y se puede saber por qué?
-Porqué os conocéis de hace muy poco y tú apenas sabes
nada de ella. No conoces qué era de su vida antes de llegar al pueblo, ni
quiénes son sus padres. ¿Te has dado cuenta de que nunca habla de ellos? Puedes
llevarte alguna sorpresa. Además, está el tema de su salud. ¿Quién te asegura que
ya está curada? O si resistirá un embarazo. Conoces de sobra las secuelas de la
tuberculosis.
-Nos queremos. Estamos hechos el uno para el otro.
Tenemos la bendición de sus tíos, y a mí me darán la plaza en propiedad el
curso que viene. El sueldo no es para tirar cohetes, pero con la casa y las
rentas que me dejaron mis padres nos arreglaremos.
-Es tu primera novia y te ha cazado como a un pipiolo
con esos ojos verdes, sus lánguidos modales de ciudad y esa voz aterciopelada,
que me da a mí que no es sincera.
-¡Basta ya, Ernesto! Si no te conociera diría que
estás celoso. No te lo voy a tener en cuenta porqué llevas unos meses de mucha
tensión y sé que no lo dices con el corazón.
-Desde que ella llegó aquí, se ha interpuesto entre
nosotros y nos ha distanciado. Ya no quieres hacer nada conmigo, ni me cuentas
tus confidencias.
-La decisión está tomada y nos casamos el domingo
después del Pilar.
-¿Qué te cuesta esperar un año? Un invierno aquí
arriba no lo soporta todo el mundo. Y cuando tengas la plaza fija, podrás tomar
la decisión con más objetividad.
-Deja de decir bobadas y decídete. Si no quieres ser
mi padrino, dímelo ya para que pueda buscarme otro.
-Claro que quiero, pero insisto que tomas una decisión
precipitada.
Aquella abrupta conversación distanció todavía más a
los dos amigos, que se evitaron las semanas siguientes. Uno se enfrascó en los
preparativos del casamiento y el otro en restablecer la paz en el valle.
Con las primeras lluvias de otoño, Carmina enfermó.
Parecía un simple catarro, pero después de varios días de fiebre alta y una tos
persistente, llamaron al médico. Don Sebastián la examinó a fondo.
-Tengo malas noticias. Es difteria– concluyó el
galeno, dejando sin habla a Luís y a los tíos de Carmina-. Con un tratamiento
de penicilina se curaría, pero es casi imposible de conseguir por culpa del
bloqueo internacional. Quizás en Madrid podamos encontrar alguna dosis; y si
no, habrá que ir a Francia a buscarla.
Presa de la desesperación, Luís salió en busca de
Ernesto y le contó lo sucedido con voz entrecortada; al terminar no pudo
contener los sollozos.
-¿Y por qué no dejas que Don Amadeo pida la medicina a
Madrid?
-Por qué no llegaría a tiempo. Según el médico tenemos
36 horas de plazo. Sólo me queda ir a por ella a Francia o encontrar a alguien
para que lo haga por mí. Y yo no puedo
dejar sola la escuela y tampoco conozco a nadie que puede hacerme este trabajo.
-Yo juraré que no te lo he dicho, pero si haces algún
comentario discreto en el estanco, encontrarás quien lo haga.
El maestro siguió los consejos de su amigo aquella
misma tarde y regresó al lado de Carmina con la esperanza de conseguir
penicilina a tiempo para salvar a su prometida.
Una mujer se acercó discretamente a Luís a la mañana siguiente,
mientras los alumnos llegaban soñolientos a la escuela. Con disimulo, le pasó
una nota manuscrita y se fue sin mediar palabra. “Al mediodía en la era del Pellejo”. A la hora del patio Luís fue a
la cita con el corazón en un puño. Al llegar a la era encontró a un hombre
enjuto, de rostro afilado y de mirada desconfiada, fumando sentado en una
piedra.
-En la Borda del Prado Alto encontrará a quien tiene
lo que usted busca– le comentó aquel individuo-. Espere junto a la fuente del
Fresno a media noche y allí alguien le guiará hasta arriba. Tiene dos horas de
marcha desde el pueblo y, como habrá Luna, no tiene pérdida. Y suba con su
mula, que servirá de moneda de cambio. Sobre todo, maestro, procure que no le
sigan.
Al salir de clase Luís fue directamente a contarle lo
sucedido a Ernesto, que le aconsejó el itinerario que debía seguir para llegar
a la fuente evitando las patrullas.
Justo después de caer la noche sobre el Valle, el
maestro y su mula se encaminaron a la cita. No había advertido a nadie de su
peligrosa excursión.
Luís caminó con determinación y sin descanso hasta que
llegó a la fuente del Fresno. Todavía no era medianoche. Bebió un buen trago de
agua fresca y se sentó en el banco de piedra. Estaba exhausto pero contento
porque la cosa iba como había previsto y pronto tendría la medicina que salvaría
la vida de su amada. Se dispuso a esperar y distrajo su mente pensado en hacer
una excursión hasta allí con los mayores de la escuela.
Ensimismado como estaba, el maestro no se percató de
la presencia de dos figuras agazapadas entre la maleza a unos cincuenta metros
de la fuente. Era Ernesto acompañado de otro guardia civil, que “oficialmente”
habían salido a cazar contrabandistas.
Cuando el cabo distinguió a su amigo allí sentado, se sintió aliviado
porque este había seguido sus consejos a pies juntillas. “Ya te tengo donde te
quería, Luís” pensó.
-Bonilla, a mi orden tú le tiras una china a la mula
para que se encabrite y yo me encargo del fulano– le susurró el cabo a su
subalterno- Y sin hacer apenas ruido armó su máuser. Luego le hizo señas a su
compañero para que se preparase. La noche era clara, tranquila y no
especialmente fría. El olor a tierra mojada, a madera húmeda y a flor de
madroño perfumaban el aire.
Ernesto respiró profundamente un par de veces para
templar los nervios y dijo “Ahora” mientras se levantaba encarándose el fusil.
Todo fue muy deprisa. La piedra de Bonilla voló hasta las ancas de la mula que
se asustó y echo a correr. El maestro, sobresaltado, fue tras ella. “Si no eres
para mí, no serás para nadie” dijo para sí el cabo, que apuntó y gritó:
-¡Alto a la Guardia Civil! ¡Alto o disparo! ¡Pum!
FIN